Por Leticia Martin // @leticiamartin
Gonzalo León (1968) nació en Valparaíso, Chile, donde estudió ingeniería en la Universidad Federico Santa María, carrera que abandonó para estudiar periodismo. Además de trabajar en la prensa publicó la novela Un imbécil leyendo a Nietzsche y la trilogía Pornografíapura (2004) Punga (2006) y Pendejo (2007) antecedentes de su primer libro publicado en Buenos Aires: Cocainómanos chilenos (Mansalva, 2013). León se ríe de sí mismo, a la vez que ironiza el entramado de cierto círculo literario actual, a partir de hechos efímeros. En sus libros no suceden grandes cosas. Por el contrario, su literatura aborda la potencialidad. A su manera, León escribe el subtexto de la sociedad chilena, y también de la porteña.
¿Cómo se pasa del periodismo a la literatura?
Cuando empecé a escribir pensando en publicar un libro, hace veinte años, no trabajaba en periodismo. En realidad no hacía nada. Era un vago y estaba empecinado en ser escritor y, según yo, se era escritor escribiendo. Hoy me doy cuenta de que eso era un gran error, una pendejada: un escritor dedica un mínimo de su tiempo a escribir un cuento, una novela o lo que sea; la mayor parte del tiempo se ocupa de observar, vivir y leer. Por eso escritor no es solamente el que escribe: sino el que camina por la calle y escucha el diálogo de dos personas, el que ve una imagen, se detiene y piensa qué de esa imagen le serviría para un texto, el que lee un libro en un café. Entonces creo que uno no es escritor cuando escribe, ese momento es un vaciamiento de todo lo acumulado.
En una nota en la web decís que no querés ser escritor. ¿Qué es un hombre que escribe y publica como vos?
Suelo contradecirme con el tiempo. Un día pienso una cosa y al año siguiente todo lo contrario, creo que eso tiene que ver con la más grande de las experiencias para un escritor: la lectura. Cuando empecé a escribir no me gustaba leer, me aburría enormemente, pero después de mi primer libro publicado (1994) comenzó a gustarme la lectura, igual no confesaba que leía, lo consideraba burgués, y yo me creía (me creo) de izquierda. Y tener una biblioteca era no sé… impresentable. Obviamente no compraba libros, me los prestaban o regalaban; por muchos años leí mucha poesía chilena y narrativa estadounidense. Con el tiempo esto fue cambiando. Lo que sí me sigue fastidiando es leer lo que está de moda o, lo que es peor, lo que todo leen. Creo que un escritor debe ir construyendo una biblioteca que lo distinga, que lo diferencie, del resto; si no, lo que se hace es llevar la librería de moda a tu casa. Pero insisto, un escritor piensa y cuando escribes no piensas, así es que publicar no significa que eres escritor.
¿Cuál es la distancia que establecés con tus personajes? ¿Fernanda Laguna te recibió en su casa como contás en el diario?
La idea de Cocainómanos chilenos o la idea que vengo trabajando hace unos años, más deliberadamente si quieres, es la de los géneros menores, es decir la crónica, el diario, el género epistolar, los papers académicos, todo. Por mucho tiempo escribí cuentos y crónicas, y me costó mucho escribir mi primera novela. Cuando la hice le puse de título Pendejo, y la escribí linealmente, en formato crónica: fue una novela de iniciación con esa forma a decir verdad, pero yo no quería hacer eso, sino algo más desestructurado. Pensé que el género epistolar podría ser la salida, pero terminó siendo en Cocainómanos… el diario, pero no como diario íntimo ni como registro de lo que haces en el día, sino como un pretexto para contar una historia: un diario falso de una historia falsa con datos verdaderos. Los nombres que aparecen en la novela también son falsos y muchos de las mini historias están deformadas por el lenguaje, porque no quise contar algo que sucedió cambiándole sólo los nombres a los personajes, sino que lo que hice fue intervenir la situación, usando procedimientos de la poesía de Leónidas Lamborghini y de algunos poetas chilenos, y eso, creo, hace que la historia cambie de sentido. Cocainómanos chilenos más que un diario de aventuras es un diario de lectura; si te fijas bien hay una guía de lo que leí mientras escribía la novela (proceso que me tomó un año y medio), algunos de esos textos me influyeron, como Diario argentino, otros no. Lo de Fernanda Laguna no sé si fue real, es más no sé si Fernanda Laguna es real.
Nicanor Parra hablaba de la anti-poesía. ¿Te considerás un anti-narrador?
El primer libro que compré en mi vida fue uno de Nicanor Parra, fue a los dieciséis años y yo trabajaba en un puesto de la Feria del Libro de Viña del Mar, ciudad en la que viví dieciséis años. Y creo que Nicanor con ese libro me impulsó, desde luego sin quererlo, ni menos saberlo, a ser escritor, es decir a no pensar. Ahora de ahí a considerarme anti-narrador no sé, me da pudor compararme en algún aspecto con Nicanor Parra. Pero si me repites la pregunta, formulada de otro modo, podría contestarte mejor. O quizá no.
Viviste tu adolescencia durante el gobierno militar, tu personaje en Cocainómanos… recuerda el 11 de septiembre de 1973. ¿Se cruza ese contexto político con tu decisión de vivir y trabajar en Buenos Aires?
Vivir con Pinochet en el poder y que se te ocurra militar políticamente contra el dictador era un fastidio y una posible condena. No me gusta ahondar en ese aspecto, porque se ha convertido en un tópico de los narradores de mi país; sobre todo de mi generación y un poco menores. Todos se hacen los Che Guevara de Latinoamérica cuando no hicieron una sola barricada, no marcharon nunca contra Pinochet, ni lanzaron una sola bomba molotov. Para mí la política es algo serio, no una consigna o palabras bonitas para agradar al auditorio, tampoco es un panorama para salir a recordar viejos tiempos, como de hecho fueron las manifestaciones del 2011. Yo hablo habitualmente de política, es una parte esencial de mi persona, no sólo en Chile, sino también acá. Además ahora hay una tendencia de armar novelas mezclando historia reciente con historia familiar, y a mí eso me parece repugnante, porque es una fórmula de mercado para agradar a un público progresista entre comillas. Cuando la literatura va dirigida a un público específico creo que se pudre un poco. Quienes aplican esa fórmula deberían ser juzgados por Stalin por traidores a la revolución: azotados y sodomizados por auténticos bolcheviques. Eso sí, con condón y mucho amor. Lo de venirme a vivir a Buenos Aires es algo que me contesté hace poco. No sé si el hecho de que la derecha volviera al poder en mi país haya influido. Sí sé que hay cosas que me tenían insatisfecho, cosas muy personales, así es que no le echemos la culpa al inútil de Piñera y a la derecha chilena que es muy similar a la argentina. Tal vez los originales eslóganes de la derecha en tres elecciones presidenciales (desde 1999) hayan influido más que la derecha en sí: recuerdo que apelaban a la necesidad de un cambio. Inconscientemente quizá eso haya hecho que pensara en la necesidad de un cambio.
¿Cuál es tu lugar en el mundo?
Por el momento soy inmigrante, así es que éste es mi lugar en el mundo: Buenos Aires. En este sentido se ha producido en mí lo que ciertos teóricos llaman la desterritorialización de la lengua, es decir hasta hace poco hablaba y escribía un castellano de Chile, pero a partir de Manual para tartamudos, la novela epistolar que estoy terminando o tirando a la basura (hay que ver), lentamente el coloquial chileno ha sido desplazado y en algunos casos ocupado por el coloquial porteño, no de manera exagerada, pero sí reemplazando ciertos términos que años atrás hubiera rechazado por foráneos, como “expensas” en vez de “gastos comunes”, “papel higiénico” en vez de “papel confort”, “porro” en lugar de “pito”, “puto” en lugar de “maricón”. Ahora este desplazamiento lo noté recién hace unos meses cuando hice la primera impresión de Manual… y le eché un breve vistazo y hubo cosas que no reconocí como chilenas. Pensaba hasta ese momento que el inmigrante era yo, no la escritura.
¿Cómo fue la experiencia de incorporarte a la editorial La calabaza del diablo?
Marcelo Montecinos junto a Jaime Pinos pusieron en marcha la editorial en 1997. Después de publicar tres libros, a finales de 2003, Montecinos se divorcia de Pinos y más adelante, hacia 2006, me propone que trabajáramos juntos. Formalmente empecé en 2007 y finalicé mi trabajo hace unos meses. Alcancé a editar cerca de treinta títulos, algunos de autores argentinos (Martín Gambarotta, Alejandro Rubio, Oliverio Coelho, Verónica Viola Fisher, Ricardo Strafacce), y dejé armada una antología de narrativa argentina que me tomó más de un año y medio de trabajo. Se llama La última gauchada, en donde hay siete autores con textos largos e inéditos en su mayoría (Ariel Idez, Hernán Ronsino, Pablo Katchadjian, Selva Almada, Federico Levín, Leandro Ávalos Blacha y Matías Capelli). Ahora quisiera aclarar que La Calabaza del Diablo no es, como dijo el reseñista de un suplemento cultural porteño, una “editorial artesanal”, sino, quizá, la editorial independiente más importante de Chile, con un catálogo de casi ochenta títulos, entre poesía, narrativa e incluso arte; y el año pasado fue parte de la comitiva oficial de Chile como país invitado a la Feria del Libro de Guadalajara.
¿Cómo fue la experiencia de trabajar Cocainómanos chilenos con la editorial Mansalva?
Excelente. Francisco Garamona es un editor que saca lo que hay que sacar, que te pide que agregues donde falta, que ecualiza el libro y lo potencia. A veces, y esto lo digo por experiencia, el autor cuando le dices que saque algo o que cambie de rumbo en una parte se siente agredido. Mansalva, más allá de los títulos que te pueden gustar o no, es una editorial que ha construido un catálogo indiscutible, propio, con títulos que dices que sólo podían estar ahí; en ese sentido fue un lujo haber publicado con ellos.
