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“Como encontrarse con Kafka”

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Entrevista a Marcial Souto

Por Leticia Martin // leticiamartinelem@gmail.com

Marcial_Souto 

Entre sus logros editoriales cuenta con uno fundamental: haber descubierto a Jorge Mario Varlotta Levrero y publicar su primera novela y su primer libro de cuentos cuando era un completo desconocido. Marcial Souto (1947) nació en La Coruña, España, y vivió en Montevideo, Buenos Aires y Barcelona. Es escritor, traductor y editor, y dirigió una serie de revistas literarias de gran repercusión en la Argentina: Ciencia Ficción y Fantasía, Entropía, El Péndulo y la segunda época de la revista Minotauro. Tradujo gran parte de la obra de Ray Bradbury y J. G. Ballard y publicó los libros Para bajar a un pozo de estrellas (1983) y Trampas para pesadillas (1988).

¿Cómo fue que publicaste a ML por primera vez? ¿Cómo te llegó el material?

Nos presentó un amigo que teníamos en común, Pancho Graells, un dibujante que ahora vive en París y trabajó para el diario Le Monde haciendo humor gráfico. En aquella época hacía una página de sátira política en Marcha, un semanario montevideano de izquierda, muy importante, que había organizado un concurso de novelas en el que Mario Levrero había quedado finalista.

¿Qué año era entonces?

Era el año 1969. La novela La ciudad había sido finalista del premio Marcha, que ganó Cristina Peri Rossi. Como finalista, no tenía garantizada la publicación, y entonces Pancho Graells, que me había puesto en contacto con una editorial para hacer una colección, me dijo: “Vale la pena que leas esto”. Y me presentó al autor.

¿Cómo fue ese encuentro? ¿Qué impresión te causó?

Recuerdo que fue en la calle. Jorge traía un sobrecito bajo el brazo donde había un manuscrito apestoso de poco más de 60 páginas, en unas hojitas como de papel de fumar. Evidentemente era la última de muchas copias, seguramente para el concurso, todas hechas con carbónicos gastados. Costaba un poco leer ese texto. Y recuerdo que empecé a leer y no podía creerlo. Me dije: ¡Esto es absolutamente único! A partir de ahí decidí complicarme la vida y convencer a la editorial de que cambiáramos todo el plan. Como no había definición para ese tipo de material, se me ocurrió llamar a la colección Literatura Diferente. Al otro día Jorge me pasó su primer libro de cuentos, que era La máquina de pensar en Gladys.

¿Fue bien recibido ese primer libro?

Como la mayoría. Nadie se enteró, a nadie le interesó, y así pasaron años.

¿A qué atribuís este rebrote que hay ahora estas reediciones de Levrero?

Es demasiado inteligente, demasiado original y eso siempre gana. La originalidad y la inteligencia siempre se adelantan a su época.

¿Cómo siguió tu relación con el autor después de esa primera publicación?

Fui durante años su primer lector, hasta que me trasladé a Buenos Aires a mediados de 1973. En junio del ´74 me mandó el manuscrito de Nick Carter. Un texto maravilloso. Ahí directamente creé una pequeña editorial con otro amigo uruguayo que teníamos en común, el matemático Jaime Poniachik, con el que yo compartía departamento en esa época. La editorial se llamó Equipo Editor. Jaime tenía una sección de entretenimientos en la revista Satiricón y más tarde creó la empresa Juegos & Co., en la que llegaría a trabajar Jorge Varlotta/Mario Levrero. Después volví a publicar La ciudad, esta vez en Argentina, en una pequeña editorial, Entropía, y más adelante hice la revista El Péndulo. Ahí tuve una oportunidad única: la de publicar El lugar, el segundo volumen de la “trilogía involuntaria”.

¿Le publicaste la novela entera en la revista?

Sí, claro. Es más, ese número, el seis, fue el de mayor éxito. Y por eso lo conoció todo el mundo. Mucho tiempo después me enteré de que los escritores de acá leían esa revista.

Igual en su momento no fue tan fácil para él, ¿no?

Cuando Levrero vino a vivir a Buenos Aires estábamos cenando una noche en Pippo y nos encontramos con Quique Fogwill y Miguel Briante, que comían en una mesa allá al fondo, en un rincón. Yo acababa de publicar en El Péndulo una entrevista que le había hecho Cristina Siscar, con una foto a toda página, y ellos, después de saludarme con la mano, lo reconocieron y se levantaron y vinieron a decirle: “Sos un maestro”. Esa fue la primera vez en 16 años, desde la publicación de La ciudad y La máquina de pensar en Gladys, que alguien que no fuera un amigo personal suyo reconocía su trabajo como escritor. Nunca en 16 años un desconocido le había dicho algo.

Tardó mucho en llegarle el reconocimiento.

Claro. De hecho, el reconocimiento real le llegó después de su muerte, en 2004.

¿Eso fue todo lo que le publicaste?

No. Después le publiqué un libro que se llamó Aguas salobres y también El manual de parapsicología, que es el único libro suyo que no me interesa absolutamente nada. Para ese libro le conseguí las mejores condiciones posibles: él estaba con muchísimas dificultades y logré que la editorial, editora de El Péndulo, le pagara toda la edición antes de la salida del libro. Después vino a vivir aquí, donde tuvo que trabajar en otras cosas, algo que nunca se perdonó.

¿Diario de un canalla es sobre esa época no?

Sí. Ahí cuenta esas cosas. Es cuando empieza a desarrollar la técnica que usó en El discurso vacío, que escribió en Colonia, y del Diario de la beca, ese registro minucioso sobre la imposibilidad de escribir una novela. También, mientras vivía en Barcelona conseguí publicarle allí dos libros, La ciudad y El lugar. Le conseguí una considerable suma de dinero, con el que -entre otras cosas- compró la computadora en la que escribió El diario de la beca, esas 400 páginas que preceden La novela Luminosa.

¿Sucedió así como lo narra en la ficción? ¿Tenía la novela escrita antes de presentarse a la Beca Guggenheim?

Sí, había escrito una versión incompleta de La novela luminosa antes de venir a Buenos Aires. Empezó a escribir eso porque le habían dicho que tenía que operarse de la vesícula y él creía que se iba a morir en esa operación. Entonces trató de meter en una novela todos los recuerdos que él llamaba “luminosos”. Y trabajó como loco, llegó la fecha de la operación, lo operaron, y eso quedó inconcluso. Luego vino aquí y nunca pudo terminar la novela.

Y ahí fue que alguien le dijo, presentate a la beca con esto que ya tenés escrito, ¿no?

Claro. Ya se había presentado un par de veces y no había tenido suerte. Cuando presentó el proyecto con ese texto, lo consiguió. En verdad, fue la chica que él menciona tantas veces en La novela luminosa como Chl, la chica lista, quien le gestionó todo para la beca.

¿Quién es Chl?

Chl es Mariana Urti, una escultora que ahora vive en México. Ella es la mujer inteligente y hermosa que le hizo todos los trámites para la beca, porque él no se ocupaba de nada.

¿Qué fue lo que viste en Levrero cuando nadie lo tenía en cuenta y vos decidías publicarlo?

Para mí no fue algo difícil, sino una evidencia. Como encontrarse con Kafka. Alguien genial. Recuerdo que Jorge -yo le sigo diciendo Jorge, como lo llamábamos todos en ese entonces- decía que al leer a Kafka había descubierto que en la literatura se podía decir la verdad. Levrero hace un “plagio” de Kafka; pero lo hace desde Uruguay. Vos sabés que todo arte sale de otro arte. No hay nada que sea totalmente nuevo.

¿Sabés algo de cómo empezó a escribir Mario Levrero?

Sé que los padres se mudaron a Piriápolis cuando el padre se jubiló, después del cierre del lugar donde trabajaba. Jorge fue a pasar una temporada con ellos y allí conoció a un tipo extraordinario, que lo alojó en su casa. Se llamaba Tola [José Luis] Invernizzi. Artista plástico, pintor, que compartía con su mujer, Milka, arquitecta, un estudio donde pintaba. Ese taller quedaba al lado de la parada de ómnibus de Piriápolis y era un lugar de paso obligado de todo el mundo. Tola era un tipo increíble, una figura paterna universal. Un hombre alto, de pelo blanco, patriarcal e inteligente. Un buen tipo, macanudísimo. Tola lo invitó a pasar un tiempo en su casa. Jorge, que quería ser escritor, estuvo como un mes allí. Tenía veintiséis años. En ese ámbito empezó a escribir, y cada día le mostraba lo que había escrito a Tola, que le decía “Seguí, seguí”. Así escribió La ciudad. Después de aprobar la última versión, Tola lo miró y le dijo: “Bueno, Jorge, ahora sos escritor. Jodete”.



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