Por Mariano Zamorano // @zamoranoconz
Recuerdos de Córdoba rescata las columnas escritas por el crítico cordobés Flavio Lo Presti, originalmente publicadas en el diario La voz del interior. Con Córdoba como escenario principal y bajo “la impunidad relativa que da la indiferencia”, Lo Presti narra su relación con el campo literario argentino, cuenta el odio de su padre por la provincia, y reflexiona sobre el oficio de escribir en una sección que es “insumo informal de panaderos, verduleros y pintores de brocha”.
Gran parte de Recuerdos de Córdoba está compuesta de anécdotas personales con escritores que van desde Aira, Saer, Fogwill y Piglia hasta Washington Cucurto, Camilo Blajaquis y Carlos Busqued. ¿Desde dónde narrar el campo literario?
Una salvedad cobarde: a pesar de que siempre fui competitivo (como decía Saer: un escritor quiere siempre matar al pistolero más viejo) no creo que Recuerdos de Córdoba sea mejor que lo que escribió nadie. El principal problema que tenía para encarar una narración del campo literario es que cuando empecé a escribir la columna estaba loco, o más loco que ahora: había escrito reseñas desde una impostación de autoridad que estaba fundada en una confianza delirante en mi propia historia como lector. Pensaba que solamente yo leía bien narrativa, que sólo yo estaba libre de compromisos con amigos que escribían aburrido a propósito, y lo que veía en el campo era un desorden aterrador. Piglia, nuestro héroe juvenil, había caído en desgracia. Derrumbe, una novela disparatada, había sido leída como una confesión visceral. El único escritor verdaderamente deslumbrante de esa generación era Pauls, cuya inteligencia no lo hace un modelo imitable. Los libros de Tabarovski eran una deriva trasnochada de Aira, y yo pensaba -pese al genio de Aira, o quizás a causa de su genio- que ese camino le hacía mal a la literatura argentina: era el famoso ‘Aira nos cagó’. Sin embargo, el diagnóstico del resto del campo en Literatura de Izquierda me simpatizaba: sus bestias negras son los jóvenes serios, Guillermo Martínez, Leopoldo Brizuela, esa cuasi inteligencia edulcorada y domesticada que ganaba premios y con la que un lector del primer John Barth -por hacerme el cheto- no se podía identificar.
Si bien es cierto que lo que los críticos llaman, mi generación no sentía el peso directo de Borges, estaba golpeada por esa desorientación, y se daba una situación muy rara: por un lado, las redes sociales habían definido el componente más importante del carisma contemporáneo, “un uso glamoroso de la crueldad”; pero por el otro, la literatura joven parecía la cola del nazi de la sopa de Seinfeld, y si alguien comentaba mal el libro de otro joven aparecía un nazi de la sopa imaginario que decía: ‘no hay sopa para ti’. Se abarató la edición, de golpe eran todos escritores, pero el mínimo estatus de escritor era muy frágil y entonces la gente no podía sacar el arma para tirarle a los caraduras que escribían sin relativos, tenían que abrazarse al vecino como esperando un meteorito. Aparecían las palmadas en la espalda, una especie de corporativismo lábil (el de Busqued, que es un genio, es un caso aparte). A mí eso, entre otras cosas, directamente me paralizaba. Parecía libertad, pero era anomia. En esa confusión la única baliza unánimemente respetada era un resabio de la crítica universitaria. Sarlo, por ejemplo, que yo creo que ya no entiende mucho de literatura, o quizás nunca la entendió porque leyó bien solamente esa anomalía que es la literatura argentina: una literatura leída como documento por la UBA, la máquina más grande de producción de malentendidos y aberraciones del mundo después de la CIA (el otro día con unos amigos casi le damos un premio a alguien que terminó de leer una novela de David Viñas).
¿Cuál fue la forma que encontraste para narrar ese campo?
Estaba enojado y paralizado, como cualquiera, pero no podía escribir la columna desde el lugar de ofuscación y altivez provinciana desde el que escribía reseñas en La Voz del Interior y, muy de vez en cuando, en Ñ: era indefendible y no era simpático para el proyecto. Inventé sin querer un personaje fracasado, ridículo, fascinado por las astillas del éxito literario, sentimental, taimado como un cordobés, muy parecido a mí pero más bueno, que va por ahí persiguiendo a los tipos que salen en los suplementos y registrando en detallitos las fallas en la vida de unos héroes a los que mira obligadamente con desconfianza, en el medio de un limbo carteludo pero ruinoso.
A la distancia, pienso que algo cordobés define el punto de vista de la mirada del libro sobre el campo: la naturaleza taimada de la gente con la que me crié, gente pobre, muy graciosa, muy hábil para identificar problemas ajenos, algo que creo que se nota en lo ridículo que es mi propio personaje y en algunas descripciones de “las estrellas”. En Córdoba, si la gente ve que Piglia intenta abrir una puerta cerrada le agrega cinco o seis rebotes y después dice que rebotó como una polilla.
En distintas partes mencionás la relación de odio con Córdoba por parte de tu abuelo y tu papá (“ciudad hispano-rancia, conservadora, desmemoriada, sin árboles, sin circunvalación, más rural que urbana, incivil, un pozo asfixiado de smog”, “ciudad hija de puta, radical,y llena de rotondas”, “ciudad de negros inciviles”). ¿Cómo te relacionás vos con la provincia?
Depende de la estación y la localidad: la relación es maravillosa en verano en Rincón Los Mirlos, un camping sobre el río Los Reartes; en Oncativo depende de la cantidad de glifosato que haya en las napas de agua; no conozco el norte de la provincia, y Traslasierra es un misterio. Es una provincia muy grande, muy diversa, imaginate que en el sur hay un Imperio. Pero eso es boludeo: la cuestión es la ciudad de Córdoba, una ciudad muy difícil, socialmente fracturada, urbanísticamente desastrosa, con un transporte público masivo criminal -cuyo boleto cuesta $4,10- y que además de soportar décadas de intendencias ineptas y rehenes de un gremio hipertrofiado de municipales, fue muy golpeada por una administración provincial que es noticia nacional y que venimos padeciendo hace 15 años.
Fuera de esas generalidades atroces, Córdoba es una ciudad de comerciantes y abogados, y la zona intelectual de la población universitaria es reducidísima. Es un lugar hostil a la cultura culta. La cultura es un pasatiempo para señoras y niños bien -que pueden ser geniales, no sé-, un trampolín para vivos o un amuleto para lúmpenes de vidas inimaginables, aunque supongo que es igual en todas partes. Hay gente piola, y esa gente vive todo esto de manera relajada o lo padece. Creo que mi relación con la ciudad es así: si hubiera podido -si no fuera diabético, quedado, cobarde, incapaz- me hubiera ido, aunque a esta altura admito que me reconozco en la ciudad, que la siento mi casa. Las cosas han estado mejorando en el ámbito cultural, con editoriales, librerías, escritores que se mueven, todo a medida que la ciudad se agrieta.
Después, toda esa locura tenuemente racista a la que hacés referencia es propia de mi viejo y, al margen de ser un poco folclórica, estoy sanamente obligado a no compartirla.
¿Qué escritores cordobeses recomendás y por qué?
No puedo recomendar escritores cordobeses porque en general, a pesar de que los autores se me vuelven fetiches, soy un lector de libros. Recomiendo Museo Dapuez, de Andrés Dapuez, El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti, La hora de los monos, de Federico Falco, Los invitados, de Hernán Arias, El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza (de aparición inmediata), Experimentos con seres humanos, de Carlos Schilling, Despiértenme cuando sea de noche, de Fabio Martínez, Nivel Medio, de Sergio Gaiteri. Busqued es un cordobés adoptivo y exiliado, pero siempre que pueda voy a recomendar su libro, el que más me gustó (yo casi no lo conozco a él) de la década pasada, el mejor. Soy incapaz de leer poetas; hace poco Diana Bellesi –que es una persona muy inteligente, cálida, extraordinaria- me trató de analfabeto en la cara cuando le dije que no leía poetas. Pero recomiendo El tiempo en Ontario, de Eloísa Oliva, y La división del día, de Silvio Mattoni, porque son amigos míos. Después, para saber cómo es vender libros, de qué se trata eso, recomiendo fervientemente a Florencia Bonelli.
En Historia del dinero narrás los vaivenes con la plata durante un viaje a Colombia para participar de un taller organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Más allá de esa experiencia particular, ¿qué opinión tenés del taller dictado por Alberto Salcedo Ramos, y qué lugar pensás que ocupa en la actualidad la crónica periodística como género?
El taller de Salcedo no podía ser distinto a Salcedo: cálido, generoso, enriquecedor. Me hizo trabajar como nunca lo hace un crítico: con la necesidad de buscar fuentes, reportear (tomarte el bondi, estar con la gente, moverte: un término que se usa mucho en la práctica de cronista). Después nos hicimos no sé si amigos, pero al poco tiempo fui a Bogotá con un proyecto de vida que no cuajó y él me recibió en su casa, me ayudó a contactarme con gente para laburar, es decir: un fenómeno. Por otra parte, es un escritor del carajo, como dicen los colombianos, el libro de Pambelé es buenísimo, el de crónicas breves también. El taller me ayudó a pensar algunas cosas que desconocía por estar encerrado en el mundo de los libros. De hecho, cuando terminé de leer en el taller de la FNPI Salcedo me dijo ‘¿qué carajos haces escribiendo bibliográficas?’
Con respecto a la crónica, me parece que es el síntoma de una crisis de la ficción (eso que dice Aira en Cumpleaños, peroantes Sarraute y Robbe Grillet y Barth, y antes Borges y siguen) sumada a una coyuntura institucional, pero la pregunta por el género me hace recordar la respuesta de listillo de Churchill cuando le preguntaron qué le parecían los franceses: no sé, no los conozco a todos. Hay crónicas alucinantes y otras que arrastran problemas desde la imaginación que las produce y el teclado que las escribe hasta la maquinaria institucional que las reclama y las paga.
¿Qué rol ocupa la crítica literaria y como intentás ejercerla en los suplementos culturales en los que colaborás?
El rol de la crítica depende de la trayectoria, de las intenciones de cada crítico, y del estado de la relación entre literatura y sociedad, que dicho así parece un club de Futsal pero es una cosa mucho más compleja. No es el mismo el rol en los casos de Nicolás Rosa, Roman Jakobson, Roberto Bolaño, Sunsan Sontag, Josefina Ludmer, Houellbecq, Martin Amis, Damián Huergo o Luciano Lamberti.
Como no tengo talento para otra cosa, ni tengo una beca, lo hago como un sobreviviente: tenía y tengo la obligación de escribir de ser posible todas las semanas para redondear un sueldo que me permita subsistir (algo que es un poco penoso: hay un certerísimo comentario sobre esto en una entrevista de 30 páginas a Fogwill en El ojo mocho). Una vez leí en una entrevista de Marcelo Cohen que nunca escribía un texto sin un “plan de forma”. Me gustó la frase. Yo hago lo mismo, y en eso ayuda mucho el espacio de entre 400 y 800 palabras en las que se mueve la bibliográfica: como dice Calvino que decía Queneau, las restricciones son productivas. Yo no sabría escribir una de esas críticas de blog que tienen 5000 palabras. Habitualmente tengo una idea por párrafo, una conclusión, y trato de pilotear eso escribiendo en el mejor castellano que puedo, el más ingenioso, el más divertido, tanto en el elogio como en el impulso malevolente que me provocan los libros que me parecen malos. Todo eso desde las ideas que tengo sobre lo que es un libro bueno, que son las mismas que tenía a los diez años pero pasadas por la conciencia adulta.
En un tiempo sentía que me iba la vida en defender esas ideas (vagas, confusas) en media página de un diario, y así ejercía la crítica. Después venía el después-de-apretar-send, cuando me arrepentía de todo y no podía dormir pensando que los lectores de Bonelli iban a venir a prenderme fuego o flacos indies super cool se iban a estar riendo de mí en los cocteles del Malba.
